Leo miró a su alrededor, deteniendo la mirada en la galería fotográfica que le rodeaba, fruto de los tatuajes que habían salido de las manos de aquella chica que ahora tatuaba su hombro derecho, sin apenas parpadear y con uno de los pulsos más firmes que había visto nunca, o al menos eso quería creer él mientras observaba cómo la aguja iba marcando su piel con tinta.
Decidir el tatuaje y el lugar de su cuerpo dónde quedaría plasmado para siempre había sido fácil.
Una libélula, porque le recordaba a ella y a esa pulsera de la que colgaba aquel pequeño ser alado, que siempre tintineaba al compás de sus manos.
En el hombro, porque era allí donde apoyaba su mano para saber más de su día, para pedirle paciencia con la vida, para acompañar con firmeza sus pasos, para ser la calma después de una tormenta, y después al levantar su mano, el tintineo de la libélula se alejaba.
Miró el dibujo y, por un momento sintió de nuevo el aleteo de la añorada libélula. Cerró los ojos, sintiendo un intenso escalofrío mientras creyó escuchar cómo el tintineo de la pulsera de su madre se iba alejando.